Hola. Soy Javier Oliver, notario de profesión («en mis ratos libres») y un fanático de los deportes de montaña en todas sus variantes, esquí, alpinismo, trail running, BTT… Un viaje a Japon, a descubrir el JAPOW, con mi hijo mayor me dio la oportunidad de unirme a Himal Mountain Adventure, y ya casi me he convertido en un fanático de sus nada convencionales programas. Con un potente equipo de Himal intenté esquiar el Thorung Peak (6.201 mas) en el Himalaya, y con Himal estoy ya pensando en esas cimas vírgenes que, aunque parezca mentira, todavía esperan una primera ascensión…y un primer descenso con esquís…
Hoy os vengo a hablar de mi experiencia en el Everest, del día de cumbre…
21 de mayo del 2018. Llegó la etapa reina. Noche estrellada, media luna, viento y frío moderados. Son todavía las ocho de la tarde del día 20. Apenas he dormido un par de horas. Mi sherpa abre la cremallera de la tienda y me dice que salimos en breve. El “en breve” se convertirá en hora y media, pues cuesta la misma vida moverse a estas alturas. Nueve y media de la noche. Último chequeo del equipo de oxígeno por parte del jefe sherpa y para arriba. Confieso que estoy nervioso y que una lágrima impertinente resbala por el interior de las gafas. Sí, voy con gafas transparentes de esquí, de las de ventisca, para evitar que el viento me pueda congelar las córneas. Ya hay luciérnagas colgadas de las cuerdas fijas y se ven muy arriba, demasiado. Parecen estrellas del firmamento, pero no, son las linternas frontales de los que me preceden. ¡Madre mía! ¿Hasta allí hay que subir? El ataque a la cumbre del Everest tiene tres sectores, que iré completando ordenadamente. El primero es el Balcón, 8400 metros, adonde se llega, en unas cuatro horas, después de superar unas rampas interminables de nieve y hielo bastante empinadas. Se llama el Balcón, pues está colgado sobre la vertiente tibetana, a la que da vistas (que no veo, pues es de noche oscura). Lo que sí veo es un cuerpo… Ahí está, tumbado bocabajo, frío, inerte, ropa descolorida. Me da un vuelco el corazón. Oigo la voz de mi ángel de la guarda: “Muchacho, no pienses y tira para arriba.”
Llego al Balcón absolutamente extenuado y con los pies como tarugos de hielo; no noto los dedos; no lo entiendo; el viento ha parado y el frío no es excesivo; además, los dos días previos me había encontrado muy fuerte. Hacemos el cambio de bombona de oxígeno y meto una llena en la mochila. Al ir a comprobar el regulador… ¡Llevo un flujo de sólo dos litros y medio por minuto, cuando casi todos los demás escaladores circulan a cuatro litros! Ahora comprendo el frío de los pies y el cansancio. Aclaro el tema del oxígeno… Dejando a un lado a ese 3% estadístico de extraterrestres que suben sin él, los humanos, los tipos corrientes, subimos con el preciado gas. Se empieza a utilizar en la ascensión al Collado Sur, a partir de los 7400 metros, aproximadamente, en lo que se ha venido en llamar “la zona de la muerte”, donde la vida, simplemente, es imposible.
La cuestión del oxígeno no es que te lo enchufes y te conviertas en un superhéroe, ni mucho menos. Mi experiencia es que con oxígeno vas mal, muy mal, fatal, y que si te quitas la máscara… se te pone cara de atún, por aquello del pescado azul, y empiezas a boquear como si te hubieran sacado de la pecera. Además, el oxígeno calienta el cuerpo pues permite que la sangre llegue más fácilmente a las extremidades, por lo que en situaciones de hipoxia el riesgo de congelaciones en pies y manos es muy alto. Dejo atrás el Balcón y acometo el segundo sector de esta “etapa reina”, la Arista Sureste, que nos depositará en la Cima Sur. Me estoy retrasando del grupo. Voy muy, muy cansado. Cada cinco pasos, del uno al cinco (pues la cabeza no da para más números), tengo que parar cinco minutos; y así, con monotonía, una y otra vez. ¡Madre mía, a este ritmo no voy a llegar nunca! No noto los dedos de los pies. ¿Estaré cruzando la línea roja? Empiezo a considerar la idea del abandono y… me echo a llorar, sí, con mocos. ¡Su puta madre! ¿Será posible? La montaña me deja subir, pero el cuerpo me está fallando. Esto no estaba en el guión.
Nuevamente, mi ángel de la guarda: “A ver, tranquilo, tira de cabeza, como cuando te sacan de punto en la bici, que sí se puede; cuenta seis pasos, no cinco; descansa cuatro minutos, no cinco; y mueve frenéticamente los dedos de los pies… ¿Ves? Se puede.” Poco a poco, voy alcanzando al resto de escaladores de mi equipo. Amanece rojo a mi derecha y, a mi izquierda, la negra sombra piramidal del Everest se proyecta en la lejanía. Pura magia. Me encuentro mejor y hasta tengo el ánimo de hacer fotos. En tres horas (desde el Balcón) alcanzamos la Cima Sur, a 8750 metros. Aquí, mi sherpa dice de descansar, vale, pero pretende hacerlo junto a la cueva en la que está el cuerpo de Rob Hall (el de la película “Everest”), y eso no vale. ¡Ya me vale con un muerto en esta jornada! Mientras mi guía descansa, yo abrevio la parada y me pongo en marcha, alcanzando nuevamente al grupo. A partir de aquí, acometo el tercer y último sector de la etapa, la Travesía de la Cornisa y el Escalón Hillary. Es, con diferencia, el tramo más bonito… y expuesto; un descuido y saltas al vacío, ya por la izquierda (apareces en el Campo II), ya por la derecha (te presentas sin visado en territorio chino, tres mil metros más abajo). En cuanto al Escalón Hillary, siento mucho dar fe notarial de que… ya no está.
En su lugar, un conglomerado discontinuo de rocas de diferentes formas y tamaños, entre las que se pueden ver infinidad de viejas cuerdas, descoloridas y deshilachadas. El paso se hace por la misma cornisa que veníamos siguiendo desde la Cima Sur y no entraña dificultad adicional. Venga, que ya casi estoy… cien, cincuenta, veinte metros… De repente, se acaba la cuerda fija, se acaba la pendiente, el horizonte se curva y la nieve da paso a un cielo azul, azul, y a un multicolor amasijo de banderas de oración. Me felicitan… Sonrío y correspondo… Está despejado, pero me siento como en una nube… mirada perdida… no pienso en nada… no pienso en nadie… atontado… feliz… no pienso en nada… no pienso en nadie… atontado… feliz… ¡Ostras, las fotos, “la” foto, que no se me olvide! Llega mi sherpa y coge la cámara. Sin foto de cima, no hay certificado oficial de cumbre. Y es que hoy, día 21 de mayo de 2018, a las seis y media de la mañana y a 8848 metros de altitud (metro arriba, metro abajo, ya me da igual)… ¡estoy en el techo del mundo… el EVEREST… UN RETO DE ENSUEÑO!